viernes, 11 de noviembre de 2016

Mediasnoches mordisqueadas




Al principio, teníamos todos los ojos cerrados, formando un círculo en mitad de una superficie de plástico blanca extendida sobre el suelo a modo de gigantesco tablero. Los músculos se iban tensando a medida que alguien, desde fuera, entrelazaba nuestras extremidades, una pierna por aquí, una mano por allá. Las risas nerviosas se disparaban a cada rato, aquel juego nos obligaba a comprimir nuestros cuerpos unos contra los otros, tenía el leotardo, rugoso y húmedo, de una de las gemelas incrustado en la mejilla, alguien me clavaba una rodilla en la espalda, yo aguantaba el castillo humano, porque para entonces ya era mi castillo. Hace apenas unas horas no conocía a ninguno de aquellos niños, pero en aquel momento, estaba dispuesto a defender nuestra efímera amistad por encima de todo, y la mezcla de mi sudor con el de la gemela rubia me infundía una inquebrantable confianza en mí mismo. “Esto no se caerá por mi culpa”, me dije. Nos pidieron silencio a todos. Aguantamos la respiración. Yo sostenía con fuerza el cuerpo de la gemela, ahogando sus risas con una mirada seria e impostada. “La flecha ha marcado el color rojo”, nos dijeron, “Luis, Carolina y Pedro a tienen que mover un pie hacia un punto rojo”. Aquellas palabras nos excitaron a todos, unos porque debían de hacer el consabido movimiento, otros, como la gemela y yo, porque teníamos simplemente que aguantar el tirón, sosteniendo, en un precario equilibrio de jadeos y risitas, lo insostenible. “Ay, ay, ay”, oímos gritar a Carolina mientras caía sobre el tablero, con ella se fueron Luis y Pedro, y de propina, Carlota. Ya sólo quedábamos la gemela y yo, y los brutos de Alberto, Jaime y Víctor, tres hermanos fornidos, noblotes, pero terriblemente obstinados. La lucha sería dura. “La flecha vuelve a girar… ¡azul! Andrés y Esther, al círculo azul”. Al oír mi nombre redoblé el esfuerzo para poder sujetarme a mí mismo y facilitar el movimiento de Esther quien, con dificultades, estirándose poco a poco, logró poner su pié en el punto azul. Los espectadores lo celebraron. “Ahora te toca a ti, Andrés, tú puedes”. Utilicé la rabia que me proporcionaban esos ánimos condescendientes para hacer un último gesto titánico: conseguir mover mi rodilla sin derribar a Esther. Estaba totalmente concentrado en esta delicada operación cuando la contagiosa risa de la gemela empezó paulatinamente a hacer mella en mis fuerzas. De pronto, me vi preso en una carcajada incompatible con el juego. Nos caímos los   dos entre risas ante la atónita mirada de los fornidos hermanos. Sin duda, habíamos perdido, pero no hubo nunca un perdedor más feliz que yo aquella tarde.

sábado, 5 de noviembre de 2016

Jackpot

Cerezas, peras, campanas
bailan en sus ojos
los colores de la suerte

Otoño

La mampara se estremece
derrapan los charcos
es el 146

sábado, 11 de junio de 2016

EL TRAYECTO






El vagón de metro en hora punta era un hervidero de bisbiseos, miradas de soslayo y comentarios por lo bajini. El objeto de semejante atención no deseada se concentraba en un individuo alto con traje oscuro, impecablemente peinado a raya, con gafas de empollón reconvertido en ejecutivo y parapetado tras las páginas de un diario económico.

No obstante, el detalle que no pasaba inadvertido a los usuarios del transporte público era que al final de sus largas piernas cruzadas no había un brillante y caro calzado italiano como era de prever, sino que en su lugar se alzaban unos estilosos zapatos de mujer, de color rojo y abiertos en la punta, dejando al descubierto unas uñas perfectamente azules.

Al llegar a la concurrida estación de Plaza de España, los nuevos viajeros se encontraron con que el hombre había dejado de leer el periódico y estaba pintándose los labios de carmín con la ayuda de un espejo de mano. Una señora, con varias capas de maquillaje encima y un penetrante olor a pachuli, llevaba un rato observando al hombre y no pudo contenerse. ¡Qué vergüenza!, ¡Qué gentuza hay en el metro! Un grupo de chicos con rastas le afearon su conducta. Señora, que el metro es de todos, y el amor es libre. ¡Sinvergüenzas, invertidos, eso es lo que sois!, dijo la señora bajándose en la parada de Príncipe Pío.

Mientras tanto, el hombre había empezado a darse colorete en las mejillas y poco a poco su cara fue iluminándose con eso que los románticos llaman “el eterno femenino”. Una chica joven, sentada enfrente con su novio, estaba fascinada con el espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. ¿No te parece lo mejor que has visto en tu vida, Joaquín? El chico levantó la mirada un segundo de la partida de billar online a la que estaba jugando y dijo: Lago, aquí nos bajamos. Desde luego, hay veces que parece que tienes menos sensibilidad que un boniato, contestó ella al levantarse.

La pareja de chicos jóvenes fue rápidamente sustituida por otra más alegre formada por dos hombres de mediana edad, barbudos y gorditos. Cruzaron una mirada al ver cómo el hombre continuaba con su proceso, en concreto, el difícil trance de ponerse pestañas postizas. Uno de ellos, le miró fijamente y le dijo: Cariño, que bien te sienta el rojo. Por primera vez, el hombre pareció salir de su burbuja para sonrojarse, como un niño pequeño sorprendido en un renuncio. El hombre bajó la mirada y se hizo un silencio incómodo entre ellos. Una voz de mujer acudió en su ayuda: Próxima parada, Casa de Campo, correspondencia con línea 5. El hombre hizo un gesto como de disculpa e introdujo el espejo de mano en su maletín de ejecutivo. Se levantó y tuvo que agarrarse a la barra para no perder el equilibrio, pero enseguida comenzó un decidido taconeo hacia las puertas mecánicas, haciendo caso omiso de las miradas que se agolpaban en su cogote.


El hombre salió del vagón y se sentó en uno de los bancos de granito de la parada. Abrió su maletín y extrajo cuidadosamente una larga peluca pelirroja, estilo valquiria. La contempló de arriba abajo, peinándola suavemente con los dedos antes de colocársela sobre la cabeza. Se miró en el espejo para ajustarse su nueva cabellera y pudo, por fin, contemplar su obra terminada. En su gesto se podía leer la alegría de quien va a encontrarse con el placer, tal y como lo desea.            

jueves, 19 de mayo de 2016

Romance


When the streets
grow lonley
I can find you
anywhere

viernes, 5 de febrero de 2016

UN HOTEL JUNTO AL MAR




Cuando Ricardo decidió retirarse aquel otoño a un hotel junto al mar a escribir su novela lo único que pretendía era poner en orden sus frágiles recuerdos. Ahora que todavía está reciente, se dijo, tomar distancia, escribir como terapia, como si al elegir las palabras estuviera recetándose a sí mismo la posibilidad de olvidar… recordando. Ricardo quiere deshacerse de su pasado de la misma forma en que los familiares esparcen las cenizas de sus muertos, asistido por la solemnidad de estar llevando a cabo una tarea más allá de vida. Sabe que a medida que vaya escribiendo los capítulos de su historia, los protagonistas de sus dramas y alegrías se irán difuminando tras los visillos opacos de su memoria, quedando encerrados para siempre en un código de signos que poco a poco también dejará de tener sentido. Por eso, se resiste a dar por terminada la novela. En el último párrafo de la última cuartilla se pueden leer las siguientes palabras, a modo de haiku. Un hotel junto al mar, los últimos rayos de sol, a solas con la interrogación. Pero eso fue antes de conocer a Alicia, la niña con rizos que le abordó en el pasillo. ¿A que te llamas Ricardo? ¿y a que has venido aquí a olvidar? Sí, contestó Ricardo, ¿cómo lo sabes? Me lo llevas diciendo toda la semana, dijo la niña antes de salir corriendo. Ricardo intentó retener aquel recuerdo pero fue inútil, en su lugar sólo había un mar en calma.