jueves, 4 de abril de 2013

Bradomín





                                You are a Peter Pan

With a business card

Like the children

We wont have

Plastic toys

On your empty

Hands.




miércoles, 13 de junio de 2012

Amanece en Pekín



Videoclip "Amanece en Pekin" del grupo Mamut (Subterfuge Records), realizado por Javier Mendoza, producido por Fauna Films.

Fotografía: Iván Sánchez Alonso. Montaje: Javier Morgade. Producción y Dirección de Arte: Elsa Mirapeix.
Apoyo Inestimable: Familia González de Mendoza Saguar.

martes, 12 de junio de 2012

Los puntos y las íes



Quería desde hace tiempo 
puntualizar una serie de cosas 
y dejar clara mi postura 
pero, por alguna razón, 
al final,
se me quedaban todas las íes 
en el tintero 
sin acentuar ni nada.

Venía dándole vueltas 
desde hace un rato 
a eso que tenía que decirte 
tan urgente 
que nunca llegaba a su meta.

En cuanto me acuerde 
prometo hacértelo saber.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Final de fiesta



Mientras dure la música, seguiremos bailando. Por eso no quiero que se acabe nunca. Y estoy todo el rato urdiendo en mi cerebro planes para alargar la fiesta lo máximo posible. Pienso en poner canciones, en rellenar los vasos, en recoger ceniceros, en comprar las drogas que hagan falta, con tal de que mis invitados estén a gusto y no echen, de repente, de menos sus casas y se quieran ir, así, de repente, casi sin avisar. Eso sería como una muerte lenta, una muerte agonizante, un goteo de personas y risas imperdonable, algo terrible que nunca ha de suceder. Por eso es tan importante la música, la música es el confetti del alma, es la prueba de que existe un más allá que vive más acá, entre nosotros. Mientras estemos bailando nada malo puede pasarnos, nadie nos podrá dar una mala noticia ni hacernos un mal gesto. Ahora que hemos expulsado de nuestras vidas al chivo expiatorio, ahora que ese malnacido ha salido, por fin, de nuestras vidas, ahora que ha encontrado una pareja de baile perfecta y se ha marchado él solito a disfrutar de la vida, podemos, nosotros, disfrutar de las nuestras y contar los dientes que nos faltan y unirnos de nuevo a la fiesta como si nunca nos hubiéramos marchado. Porque siempre tuvimos intención de volver o incluso la alucinación de haber estado todo el rato, en nuestra huida estaba marcada la vuelta atrás, la recapitulación, la famosa toma de conciencia, verborrea pseudocientífica para expresar que nunca elegimos el camino, que fue el camino quien nos eligió, y ahora aquí estamos, en medio de esta fiesta interminable, pendientes de que no decaiga, de hacer un chiste gracioso en el momento adecuado, de sonreír a las chicas que nos sonríen, de mirar a través de las ventanas imaginarias del pasadizo subterráneo las tristes vidas de los demás como en una película muda. De ser felices y conseguir que esta fiesta no termine nunca.

lunes, 25 de enero de 2010

EL PALINKAZO DE LA MUERTE (V)



El viejo hizo entonces una pausa y yo, sin poder abrir los ojos, comencé a escuchar una dulce melodía matizada por un coro melancólico de voces femeninas. El viejo Dimitrescu reanudó la conversación con un tono sedante. 

 - Si ya tiene cerrados los ojos podrá ver la siguiente escena. Usted, Doña Rosita y una verde pradera salpicada por pequeños lagos. Tienen los pies descalzos, cuidadosamente resguardados en un mantel blanco con bordados geométricos de color rojo. Hay una cesta, ¡pero qué prodigio de cesta!, de mimbre como no podía ser de otra forma. Luego aparecen las manos de ella, siempre sus manos, pálidas y sorprendentemente ágiles, sacando una a una las viandas, el vino espumoso, las galletitas saladas envueltas en queso, el aperitivo perfecto, piensa usted, ver como tiembla su cuerpo con las emociones…

Confieso que me dejé llevar por las palabras del viejo Dimitrescu, haciéndolas mías una a una. Reconozco que pude saborear lentamente cada sílaba porque sabía que detrás de ellas venía el fresco murmullo del viento entre las hojas, la suave caída del vestido blanco sobre su espalda, el eco de la risa tonta que dio al traste con el incómodo silencio de los primeros compases… Fue en ese instante cuando comprendí que debía hacer las paces conmigo mismo, ciertamente había sido un tímido incorregible que nunca osó dirigirle la palabra a su mujer amada pero no es menos cierto que tuve el privilegio de amar, si quiera en sueños, y eso es más de lo que muchos podrían desear. Entendí que el abominable secreto del pueblo moldavo era, al mismo tiempo, una prueba irrefutable de su corazón atormentado y palpitante. Una vez que supe que era del todo imposible llevar a cabo mis planes de casarme con Doña Rosita y fundar una familia pude entonces abrazar en toda su extensión mi destino como pasto del Palincazo de la Muerte, carne de cañón, sí, mas como dijera el más grande de los poetas de mi noble y retorcida tierra, carne de cañón enamorada, caldo de cultivo de las cogorzas amnésicas de los moldavos, el precio a pagar por unas fronteras ficticias que hace tiempo que ya no engañan a nadie. 

Cuando por fin pude abrir los ojos contemplé horrorizado el cuerpo disecado de mi amigo del alma Juan Romero que yacía en una posición parecida a la mía. Por un momento, todo parecía encajar.

- Ahí lo tiene, su querido Juan Romero. Él también sucumbió a los placeres del Palicazo de la Muerte y, casi no hace falta decirlo, fue un hueso mucho más fácil de roer, aunque, sin su locuacidad nunca habríamos dado con usted…

- No hace falta que lo diga, no soy tan tonto, sé que fue usted el que se hizo pasar por el misterioso Lord inglés y que todo fue una treta para atraerme hasta aquí. Acabar disecado como el pobre Juan, ¡eso es lo que me espera!

- Ciertamente, mentiría si le dijera que su final es distinto al que usted acaba de referirse. Sin embargo, nosotros, los moldavos, también somos susceptibles al progreso y sus prácticas, y por ese motivo, en vez de seguir las costumbres ancestrales que determinan que el reo debe ser empalado asegurándole una agonía mínima de 48 horas, hemos introducido un cambio drástico a la hora de procurar la muerte a nuestros novios no correspondidos y ahora le garantizamos una progresiva y letal dosis de Palincazo de la Muerte que hará que su entrada en las tinieblas se convierta en un placentero paseo hacia ninguna parte.

Me hubiera gustado abrir la boca para agradecerle esta última deferencia al señor Dimitrescu pero estaba muy ocupado pensando en Doña Rosita, pensando la manera en que supiera que mis últimos pensamientos fueron para ella. Lo cual me deja completamente en sus manos. Si alguna vez tienen la fortuna de pasar por Toledo o sus alrededores y, por casualidad, se cruzan con un ser angelical llamado Doña Rosita, díganle…, bueno, mejor no le digan nada. 

domingo, 17 de enero de 2010

EL PALINKAZO DE LA MUERTE (IV)


 

Al acabo de un tiempo que era incapaz de precisar desperté sobresaltado. Estaba en una habitación oscura y húmeda. Mi torso se hallaba incrustado en algo que se parecía a un tablón de madera y apenas podía sentir mis extremidades. Sin embargo, nada me dolía y, en cambio, sentía un dulce aliento de origen desconocido recorriendo suavemente mi cuerpo. Alcé la cabeza como embriagado por un sueño lúcido y placentero en el que se mezclaban claramente voces y fragmentos de imágenes del pasado con una pasmosa naturalidad. Las luces se encendieron interrumpiendo el artificio de repente y el grito que di pudo escucharse a varios kilómetros a la redonda. Por fin, me hallaba cara a cara con mi desgracia. En efecto, mi cuerpo, o lo que quedaba de él, no sólo estaba incrustado en un viejo tablón de madera sino que tanto mis piernas como mis brazos habían desaparecido. En su lugar había unos muñones perfectamente cosidos. Curiosamente, seguía sintiéndome estupendamente y apenas notaba unas ligeras molestias alrededor del cuello.

- Ah, ya se ha despertado usted, lo celebro, dijo Dimitrescu desde el otro lado de la habitación. Pensé que no lo iba a hacer nunca. ¿Está cómodo?

- Viejo bribón, ¿qué ha hecho usted conmigo? ¿porqué ese ensañamiento hacia mi persona?

- Nunca subestime a un viejo moldavo y jamás ose poner en duda los encantos salvajes del Palinkazo de la Muerte. Sí, amigo mío, usted a probado el placer prohibido del Palincazo de la Muerte, un néctar reservado a los dioses de las tinieblas, un brebaje destilado en la conciencia atormentada del pueblo moldavo. Acertaba, querido amigo, antes cuando sugirió que logramos expulsar a los turcos de nuestras tierras pero no de nuestros corazones. Para derrotar al Gran Turco hubimos de convertirnos en turcos o tal vez en algo aún peor. Cruzamos por pura supervivencia la línea que separa al hombre de la bestia. Vencimos al enemigo con sus propias armas y cuando quisimos darnos cuenta la sangre de los muertos atronaba nuestros oídos y anegaba nuestros corazones. Las noches se convirtieron en un martirio de gritos y sollozos y durante el día nos perseguían las imágenes desoladoras de los hombres empalados. Fue entonces cuando surgió la fórmula mágica del Palinkazo de la Muerte.

Por un instante, quise gritar a aquel hombre que se dejara de meandros históricos y fuera directo al grano. Pretendía forzarle a dar una explicación rápida y concisa de los hechos. Sin embargo, de mis labios salieron palabras muy distintas.

- Déme otra vez ese brebaje y déjese de historias, esto que hace usted conmigo no tiene nombre…, dije rompiendo a llorar desconsoladamente.

Dimitrescu se apiadó de mi y escanció un buen vaso de Palinkazo de la Muerte. Me lo acercó cuidadosamente a los labios y observó cómo el líquido traspasaba mi garganta. Poco a poco mis músculos se fueron relajando y mi cabeza parecía descender por un aterciopelado manto de placer. Mi vista se nubló y dejé de ver a mi interlocutor pero nunca de escucharle.

- Se equivoca usted, sí que tiene un nombre lo que estoy haciendo con su cuerpo. De hecho, se llama proceso de consolidación y es el elemento clave de la producción masiva del Palicazo de la Muerte. En la receta que nos legaron los antiguos se especifica claramente que para elaborarlo es necesario destilar primero los brazos y las piernas de un joven romántico empedernido. Gracias a estos elementos indispensables se obtiene ese efecto embriagador en que se halla usted sumido. La famosa borrachera del Palinkazo de la Muerte. Un millón de veces más provechosa que la vino, pues la locuacidad del individuo que lo toma se mantiene en el tiempo sin que lo amenacen ataques de modorra o el ya clásico sentimentalismo abrasador. Un millón de veces más interesante que el hashish, ya que se puede tomar una y otra vez aumentando las alucinaciones sensitivas sin miedo a caer en un abotargamiento estúpido y paralizante. Y, por supuesto, un millón de veces más convincente que el opio, la madre de todas las drogas, ya que permite deslizarse por las fértiles laderas de la ensoñación sin peligro de caer preso en sus crueles garras vengadoras. 

El Palikazo de la Muerte es la mejor droga que existe en el mundo y, como es lógico, es el secreto mejor guardado del pueblo moldavo. Este licor nos permitió dejar de pensar y seguir viviendo. Este brebaje evitó que nos convirtiéramos todos en muertos en vida pero, paradójicamente, perpetuó nuestra condición de asesinos. Si se pregunta usted por el secreto del Palikazo de Muerte, busque la respuesta en su propio amor no correspondido. Ese es el verdadero combustible del Palikazo de Muerte, ese sentimiento hondo y amargo que convenientemente espoleado por la imaginación puede convertirse en un luminoso teatro de sombras.

martes, 29 de diciembre de 2009

EL PALINKAZO DE LA MUERTE (III)




- Ve lo que le digo, algunos hombres cuando se ponen nerviosos por algo mueven las piernas descontroladamente, como hace usted ahora mismo. Otros se mesan con insistencia los cabellos y los hay, incluso, que miran fijamente a su interlocutor hasta conseguir sus objetivos. Pero eso no es lo importante, lo único importante es saber si un hombre sabrá hacerle frente a las dificultades, si tendrá agallas para soportar esa sentencia de muerte que llaman “futuro” con las armas de su más inmediato presente.

Aunque intuía que el señor Dimitrescu quería llegar a alguna parte con su discurso no era capaz de saber hacia dónde. Así que opté por cambiar mis habituales preguntas por un silencio expectante.      

- Las únicas armas de las que dispone un hombre son el vino y las mujeres. Y como no veo aquí ninguna fémina que nos haga más agradable, e infernal no lo olvide nunca, la vida, creo que es el momento para darle a probar el brebaje alcohólico favorito de los moldavos, el famoso palinca. Un potente orujo extraído de la fruta privilegiada que crece en nuestros campos.

Por una vez, creí tenerlo todo muy claro respecto a sus amables atenciones. Rechazaría con elegancia su ofrecimiento ya que, a diferencia de la mayoría de mis compatriotas, el alcohol no entra ni entre mis gustos ni entre mis vicios, si es que ambas cosas no son caras de la misma moneda. Pero aquel hombre, una vez más, pareció adelantarse a mis palabras.

- ¿No quiere usted probar el palinca? ¿El licor destilado por generaciones y generaciones de moldavos humildes y artesanos hasta perfeccionar su fórmula y condensarla en esta apreciada botella? ¿Usted? ¿Usted que presume, a buena fe y sin falsos disimulos, de ser un caballero español como Dios manda? ¿Se imagina que pensará su buen amigo Juan Romero, conocido por su nombre de pila en toda taberna que se precie de serlo, cuando se entere de su fatal desprecio a los encantos del licor moldavo?

Como si fuera una escena sacada de un sueño recurrente largamente olvidado, la imagen nítida de mi buen amigo Juan Romero apareció repentinamente en el teatro oculto de mi cerebro. En ella Juan me trataba a patadas y me profería  insultos a cual más humillante. Y cada vez que yo le preguntaba el porqué de su injustificable conducta, el bueno de Juan contestaba inflexible: “por patán y por no haber probado el Palincazo de la Muerte”.

Cuando logré despertar de esa terrible pesadilla me encontré con que la intensa mirada del señor Dimitrescu y su mano enorme me alcanzaban un pequeño vaso con un líquido blanco y vagamente viscoso. En ese momento, decidí reunir todo el aplomo y la gallardía que mi condición de noble ibérico me confería y terminar de una vez por todas con el asunto del palinca. Vacié de un trago el contenido de aquel vaso.

A partir de aquí mis recuerdos se vuelven confusos e inconexos. Entre brumas alcohólicas soy capaz de distinguir la inconfundible risa entrecortada de Dimitrescu y su firme disposición a rellenarme el vaso de palinca cuantas veces fuera necesario. Perdí la cuenta de los vasos que tomé en aquella aciaga noche moldava y también, como se suele decir vulgarmente, perdí todos los papeles. Para empezar, cambié mi hasta entonces rígido discurso socrático por una intensa perorata sentimental sobre mi vida que fui incapaz de controlar. 

Le hablé a Dimitrescu de la herida más profunda por la que sangraba mi corazón doliente. Le hablé a Dimitrescu, largo y tendido y sin venir a cuento, de las tardes perdidas en la ventana de mi casa paterna en Toledo esperando contemplar el paso fugaz de Doña Rosita, ese ser angelical que me poseía cada noche sin ella saberlo. Esa joven que encarnaba todo lo que un tierno y laborioso hidalgo como yo podría desear y a la que nunca pude dirigir ni una sola palabra por puro miedo. Le conté al viejo Dimitrescu que en algunas noches solitarias el remordimiento me carcomía unas veces por dentro y otras por fuera.

¿Porqué no me decidí a hablarla? La pregunta resonaba cruel en mis oídos, ¿por qué? ¿por qué?, y siempre obtenía la misma respuesta: porque el mismísimo pavor atenazaba mis músculos nada más hacer ella acto de presencia en cualquier calle, plaza o iglesia; porque de sólo pensar que iba a intercambiar alguna palabra de cortesía con Doña Rosita se resquebrajaba algo en mi interior que me tornaba súbitamente pazguato e inseguro; porque, deliberadamente, nunca quise que la sombra del fracaso empañara el sueño idealizado de la tarde campestre en la que, por fin, le pediría matrimonio y ella caería rendida a mis pies. Doña Rosita, dulce y piadosa, pícara y recatada, sumisa e inteligente, bella e inalcanzable. 

Musité esta última palabra casi para mis adentros, pero comprendí por la mirada sarcástica del viejo Jefe de Estación que lo había entendido todo. Fue entonces cuando la llama del odio prendió en mi interior. 

¿Quién era aquel anciano para mancillar, siquiera con una sus tétricas miradas, el honor incólume de Doña Rosita? En un movimiento ágil y preciso, del que no sabía que era capaz, agarré al viejo Dimitrescu por el cuello con la intención de no soltarle nunca más.

- Déjese ya de sucios tejemanejes y dígame de una vez quién es usted y porqué me ha traído a este lugar. Usted me está ocultando algo desde el principio y ya es hora de que muestre sus cartas…

Pero, lejos de alterarse, el anciano reincidió en una de sus carcajadas burlonas como si el hecho de que le estuviera intentando estrangular no alterara el estado de sus nervios lo más mínimo. En ese instante supe que estaba perdido. Nunca saldría de aquel habitáculo impreciso y jamás volvería a ver a Doña Rosita quien, probablemente, acabaría esposándose con mi amigo del alma Juan Romero. Mecido por estos pensamientos y por el eco de la marcha nupcial en la catedral de Toledo, terminé por desplomarme en el tresillo y sumirme en el más profundo de los sueños profundos. 

(Continuará)