domingo, 20 de diciembre de 2009

EL PALINKAZO DE LA MUERTE (I)


La peripecia que les voy a relatar a continuación me sucedió a mi mismo en una estación de tren de la ciudad de Iasi en Rumania durante una gélida noche de invierno. Había llegado hasta allí buscando un tren que me cruzara a la República de Moldavia donde tenía que arreglar unos asuntos inmobiliarios por encargo de un misterioso Lord inglés a quien sólo conocía por carta. No obstante, la premura y el tono imperativo de las misivas de mi distinguido cliente me habían impulsado a emprender, tal vez algo precipitadamente, un largo viaje desde mi ciudad natal, Toledo, en España, hasta este confín remoto del globo llamado Moldavia, tierra, según había podido leer en diversos manuales, de nobles guerreros forjados en innumerables batallas contra los turcos y de pintorescos y hospitalarios campesinos.

Así pues, me disponía a completar el último trayecto de mi periplo, aquel que me llevaría desde la señorial ciudad de Iasi hasta Chisinau, centro administrativo de la República de Moldavia. Una circunstancia que contribuía a que mi llegada a aquella vieja estación estuviera impregnada de una extraña mezcla de sensaciones fruto del cansancio acumulado durante el largo viaje y de la incertidumbre de lo que me depararía el más inmediato porvenir. Cargado con apenas una pequeña maleta de mano, me interné en aquella lúgubre y solitaria estación de tren con la esperanza de encontrar algún alma caritativa que pudiera orientarme entre tanta oscuridad repleta de vías herrumbrosas y carteles escritos en lenguajes ignotos. Levanté la voz dos veces sin éxito, obteniendo como única respuesta el aullido penetrante de un lobo salvaje en la lejanía. Cuando estaba a punto de desistir en mi intento y regresar a mi hospedaje a la espera de una ocasión más propicia, una figura oscura, pequeña y encorvada, débilmente iluminada por un candil de mano, emergió súbitamente de entre la niebla.

- ¿Quién va?, dijo aquella sombra.

- Un hombre de paz en tránsito hacia Moldavia, respondí a mi vez.

El hombre acercó el farol a mi rostro y pareció escudriñarlo durante unos segundos que me parecieron eternos. En cambio, mi ojos cayeron víctimas de la noche sin luna y a duras penas pudieron distinguir el pálido reflejo de la dentadura de oro en su sonrisa. No obstante, sí escuché claramente la inquietante carcajada que salió de sus labios y que hizo temblar por un momento la firme determinación de mis propósitos. Tal vez me había equivocado de día y hora para viajar en aquel tren nocturno, barrunté para mis adentros. Acto seguido, y como si aquel hombre tuviera la facultad de leer mis pensamientos como en un estanque de agua cristalina, el encorvado personaje afirmó:

- No se preocupe, señor Alonso Torres de La Mora. No está equivocado. El tren que usted espera anhelante lleva algunas horas de retraso pero, a buen seguro, conseguirá llegar a esta estación y usted podrá, entonces, reanudar su viaje sin otro contratiempo que el de algunas horas perdidas junto a este viejo Jefe de Estación, a quien nadie hace ya el menor caso.

Aunque impresionado por el alcance extraordinario de sus apreciaciones no pude por menos que sacarle de su error respecto de mis juicios hacia su persona.

- De ningún modo estimo una pérdida de tiempo su compañía, es más considero de gran ayuda todo lo que de Moldavia, sus gentes y sus costumbres pudiera aportarme… Lo único es que, sumido esta oscuridad solitaria, llegué a pensar que no estaba en el lugar adecuado y en el momento preciso…

- Nada deber temer, señor Torres de la Mora, pues, a partir de ahora está vuesa merced en manos de Dimitri Dimitrescu y con mucho gusto le haré pasar a mi habitáculo personal donde podrá descansar y reponer fuerzas hasta la llegada del tren. Y, por supuesto, le informaré con sumo agrado de todo cuanto deseé conocer sobre el soberano pueblo moldavo.

Debo reconocer que recibí su propuesta con un hilo de sudor frío alrededor de la nuca que hizo que mi corazón vacilara por un momento. Sin embargo, mi insaciable curiosidad por las costumbres ancestrales del pueblo moldavo me obligó a aceptar la invitación de aquel anciano que no sólo se mostraba hospitalario sino que, misteriosamente, parecía conocer al detalle mi nombre y mis más inmediatas intenciones. 

(Continuará)

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