miércoles, 20 de mayo de 2015

SÍ, SATÁN SOY YO, ¿QUÉ ESPERÁBAIS?







El joven poeta había leído a Mallarmé, a Breton, a Francois Villon, y, por supuesto, a Rimbaud, y, por supuesto, a Baudelaire. Amaba, como no podía ser de otra manera, a Lovecraft y, aún más si cabe, a Arthur Machen. Sin embargo, despreciaba con toda su tierna arrogancia la poesía de Luis Cernuda. El joven poeta odiada, o fingía hacerlo, al gran poeta Luis Cernuda por la sencilla razón de que algunas tardes de primavera venía a su casa a visitar a su madre y eso le invalidaba para formar parte de su siniestro panteón. Las tacitas de té y las confidencias a media tarde no casaban con las catacumbas sobrenaturales de su imaginación. Aún así le gustaba su compañía, le gustaba la mirada que le dedicaba aquel hombre, le hacía sentir especial. Aunque él ya sabía que era especial, lo descubrió el primer día que fue capaz de elegir, y desde entonces no se ha dedicado a otra cosa, a elegir a su manera, a vivir “practicando la poesía”, eso es lo único importante y, por supuesto, repetirlo una y otra vez a quien quisiera escucharlo, aún a riesgo de mancharles la colcha con sus botas llenas de barro. 

Por eso su autor favorito es Lacan y su movimiento intelectual la anti-psiquiatría, porque exige al lector algo que nunca está en condiciones de ofrecer: su propia alma. La única manera de entender a Lacan es volverse loco, o ser un cantamañanas profesional, aunque esto último no es muy recomendable, casi es mejor estar loco, o pretender serlo, que para el caso es lo mismo. Eso pensaba su hermano pequeño, un chico muy guapo con rizos rubios y una extraña mirada melancólica, “mi hermano está loco, vaya plan, ahora todos nuestros juegos estarán vigilados, y lo que es peor: sacarán conclusiones”.


Luego estaba la madre, la pobre madre que era capaz de anticipar todo el futuro de infortunios de sus hijos pero no podía idear una manera de ahorrárselos, o siquiera de hacérselos más llevaderos. Porque si el joven poeta ve a Stalin en el fondo de un bote de azafrán, no hay dios ni demonio que consigan hacérselo quitar de la cabeza. Sólo hay una pastilla que obra el milagro, pero cuando tienen la receta, no ha llegado el pedido, y cuando ha llegado el pedido, han perdido la receta, y así hasta el infinito. Los que no tienen pastilla posible son los Guerrilleros de Cristo Rey, esos te cogen por banda y te meten la Santísima Trinidad por donde mejor te quepa. Esa es una de excusas para llegar a casa borracho o drogado a casa, “es para no sentir los golpes, mamá”. Y la madre asiente porque ella misma está anestesiada, y también necesita, como todos, un descanso de lo suyo. 


Un día el joven poeta estaba solo en la casa familiar, una casa atestada de libros en la que no todo eran primeras ediciones de poetas del 27, pero, ciertamente, lo parecían. Una casa que había interiorizado como cárcel porque en ella había aprendido a callarse y cada vez que se acordaba de esas cuatro paredes era como si una soga se le anudara al cuello. 


El hermano pequeño disimulaba mejor y empezaba a darse cuenta que eso de estar loco no tenía nada de divertido. De hecho, recordaba que la única vez que su hermano había estado realmente gracioso en toda su vida de loco fue un día en el que volviendo de nosequé exposición o presentación de un libro, se encontraron al joven poeta, desnudo, en medio de una estrella de David dibujada en el suelo con tiza.


La madre, horrorizada, le preguntó: “Pero, hijo mío, ¿qué haces?”. A lo que él respondió, súbitamente cuerdo, “no lo ves, mamá, el ridículo”.

    

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