Estuve un buen rato dándole vueltas al mensaje de texto que iba a enviarla. Quería elegir, una a una, con mucho cuidado, cada palabra que luego ella tendría ocasión de leer. Deseaba desesperadamente que tanto las frases como el tono e incluso el uso de los signos ortográficos fueran fieles a mi particular estado de ánimo. No se si ya se habrán dado cuenta pero yo lo único que pretendía era enamorarla. Quería que mis palabras acompañaran suavemente el recuerdo de la noche anterior y fueran poco a poco dominando los resortes de las emociones dentro su cerebro. Si consigo que piense en mi, siquiera un instante, el resto de su cuerpo gravitará hacia mi casi sin remedio. Por eso no valía cualquier mensaje. Tenía que ser uno que me ayudara en mis propósitos, que obrara ese milagro imposible, sí, casi lo adivinan, mi piel junto a la suya.
Estaba convencido de que podría conseguir todo eso y algo más sin que se notara apenas que había estado más de una hora pensando un mensaje de un par de frases. La confianza en mi mismo parecía descorcharse por las cicatrices de mi cuerpo. En un momento dado, me di cuenta de que estaba prolongando artificialmente esta sencilla tarea simplemente porque me proporcionaba una deliciosa excusa para revivir en mi cerebro los detalles insignificantes que habían convertido la noche pasada en inolvidable.
De pronto, volví a contemplar absorto cómo se achinaban sus ojos y se arqueaba su espalda al reírse a carcajadas de mis chistes tontos. Recordé los minutos absurdos en que ella se había ido al servicio y yo me quedé apoyado en la barra jugando por un palillo y un grano de azúcar mientras pensaba en los próximos temas de conversación con los que iba a buscar de nuevo su risa cómplice, la suave promesa de sus caricias. Regresé fugazmente al instante en que fingí no darme cuenta de la mirada de envidia que nos soltó el camarero por lo evidente que era a ojos de todo el mundo que nos gustábamos y nos estábamos conociendo.