El vagón de metro en hora punta era un hervidero de
bisbiseos, miradas de soslayo y comentarios por lo bajini. El objeto de
semejante atención no deseada se concentraba en un individuo alto con traje oscuro,
impecablemente peinado a raya, con gafas de empollón reconvertido en ejecutivo
y parapetado tras las páginas de un diario económico.
No obstante, el detalle
que no pasaba inadvertido a los usuarios del transporte público era que al
final de sus largas piernas cruzadas no había un brillante y caro calzado
italiano como era de prever, sino que en su lugar se alzaban unos estilosos
zapatos de mujer, de color rojo y abiertos en la punta, dejando al
descubierto unas uñas perfectamente azules.
Al llegar a la concurrida estación de Plaza de España,
los nuevos viajeros se encontraron con que el hombre había dejado de leer el
periódico y estaba pintándose los labios de carmín con la ayuda de un espejo de
mano. Una señora, con varias capas de maquillaje encima y un penetrante olor a
pachuli, llevaba un rato observando al hombre y no pudo contenerse. ¡Qué vergüenza!, ¡Qué gentuza hay en el
metro! Un grupo de chicos con rastas le afearon su conducta. Señora, que el metro es de todos, y el amor
es libre. ¡Sinvergüenzas, invertidos, eso es lo que sois!, dijo la señora
bajándose en la parada de Príncipe Pío.
Mientras tanto, el hombre había empezado a darse
colorete en las mejillas y poco a poco su cara fue iluminándose con eso que los
románticos llaman “el eterno femenino”. Una chica joven, sentada enfrente con
su novio, estaba fascinada con el espectáculo que se desarrollaba ante sus
ojos. ¿No te parece lo mejor que has
visto en tu vida, Joaquín? El chico levantó la mirada un segundo de la
partida de billar online a la que estaba jugando y dijo: Lago, aquí nos bajamos. Desde
luego, hay veces que parece que tienes menos sensibilidad que un boniato,
contestó ella al levantarse.
La pareja de chicos jóvenes fue rápidamente sustituida
por otra más alegre formada por dos hombres de mediana edad, barbudos y gorditos.
Cruzaron una mirada al ver cómo el hombre continuaba con su proceso, en
concreto, el difícil trance de ponerse pestañas postizas. Uno de ellos, le miró
fijamente y le dijo: Cariño, que bien te
sienta el rojo. Por primera vez, el hombre pareció salir de su burbuja para
sonrojarse, como un niño pequeño sorprendido en un renuncio. El hombre bajó la
mirada y se hizo un silencio incómodo entre ellos. Una voz de mujer acudió en
su ayuda: Próxima parada, Casa de Campo,
correspondencia con línea 5. El hombre hizo un gesto como de disculpa e
introdujo el espejo de mano en su maletín de ejecutivo. Se levantó y tuvo que
agarrarse a la barra para no perder el equilibrio, pero enseguida comenzó un
decidido taconeo hacia las puertas mecánicas, haciendo caso omiso de las
miradas que se agolpaban en su cogote.
El hombre salió del vagón y se sentó en uno de los
bancos de granito de la parada. Abrió su maletín y extrajo cuidadosamente una
larga peluca pelirroja, estilo valquiria. La contempló de arriba abajo,
peinándola suavemente con los dedos antes de colocársela sobre la cabeza. Se
miró en el espejo para ajustarse su nueva cabellera y pudo, por fin, contemplar
su obra terminada. En su gesto se podía leer la alegría de quien va a
encontrarse con el placer, tal y como lo desea.
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