Al principio, teníamos todos los ojos cerrados, formando un círculo en
mitad de una superficie de plástico blanca extendida sobre el suelo a modo de
gigantesco tablero. Los músculos se iban tensando a medida que alguien, desde
fuera, entrelazaba nuestras extremidades, una pierna por aquí, una mano por
allá. Las risas nerviosas se disparaban a cada rato, aquel juego nos obligaba a
comprimir nuestros cuerpos unos contra los otros, tenía el leotardo, rugoso y
húmedo, de una de las gemelas incrustado en la mejilla, alguien me clavaba una
rodilla en la espalda, yo aguantaba el castillo humano, porque para entonces ya
era mi castillo. Hace apenas unas
horas no conocía a ninguno de aquellos niños, pero en aquel momento, estaba
dispuesto a defender nuestra efímera amistad por encima de todo, y la mezcla de
mi sudor con el de la gemela rubia me infundía una inquebrantable confianza en
mí mismo. “Esto no se caerá por mi culpa”, me dije. Nos pidieron silencio a
todos. Aguantamos la respiración. Yo sostenía con fuerza el cuerpo de la
gemela, ahogando sus risas con una mirada seria e impostada. “La flecha ha
marcado el color rojo”, nos dijeron, “Luis, Carolina y Pedro a tienen que mover
un pie hacia un punto rojo”. Aquellas palabras nos excitaron a todos, unos
porque debían de hacer el consabido movimiento, otros, como la gemela y yo,
porque teníamos simplemente que aguantar el tirón, sosteniendo, en un precario
equilibrio de jadeos y risitas, lo insostenible. “Ay, ay, ay”, oímos gritar a
Carolina mientras caía sobre el tablero, con ella se fueron Luis y Pedro, y de
propina, Carlota. Ya sólo quedábamos la gemela y yo, y los brutos de Alberto,
Jaime y Víctor, tres hermanos fornidos, noblotes, pero terriblemente
obstinados. La lucha sería dura. “La flecha vuelve a girar… ¡azul! Andrés y
Esther, al círculo azul”. Al oír mi nombre redoblé el esfuerzo para poder
sujetarme a mí mismo y facilitar el movimiento de Esther quien, con
dificultades, estirándose poco a poco, logró poner su pié en el punto azul. Los
espectadores lo celebraron. “Ahora te toca a ti, Andrés, tú puedes”. Utilicé la
rabia que me proporcionaban esos ánimos condescendientes para hacer un último
gesto titánico: conseguir mover mi rodilla sin derribar a Esther. Estaba
totalmente concentrado en esta delicada operación cuando la contagiosa risa de
la gemela empezó paulatinamente a hacer mella en mis fuerzas. De pronto, me vi
preso en una carcajada incompatible con el juego. Nos caímos los dos entre risas ante la atónita mirada de
los fornidos hermanos. Sin duda, habíamos perdido, pero no hubo nunca un
perdedor más feliz que yo aquella tarde.
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