El joven poeta había leído a Mallarmé, a Breton, a Francois
Villon, y, por supuesto, a Rimbaud, y, por supuesto, a Baudelaire. Amaba, como
no podía ser de otra manera, a Lovecraft y, aún más si cabe, a Arthur Machen.
Sin embargo, despreciaba con toda su tierna arrogancia la poesía de Luis
Cernuda. El joven poeta odiada, o fingía hacerlo, al gran poeta Luis Cernuda
por la sencilla razón de que algunas tardes de primavera venía a su casa a visitar
a su madre y eso le invalidaba para formar parte de su siniestro panteón. Las
tacitas de té y las confidencias a media tarde no casaban con las catacumbas
sobrenaturales de su imaginación. Aún así le gustaba su compañía, le gustaba la
mirada que le dedicaba aquel hombre, le hacía sentir especial. Aunque él ya
sabía que era especial, lo descubrió el primer día que fue capaz de elegir, y
desde entonces no se ha dedicado a otra cosa, a elegir a su manera, a vivir “practicando
la poesía”, eso es lo único importante y, por supuesto, repetirlo una y otra
vez a quien quisiera escucharlo, aún a riesgo de mancharles la colcha con sus
botas llenas de barro.
Por eso su autor favorito es Lacan y su movimiento intelectual
la anti-psiquiatría, porque exige al lector algo que nunca está en condiciones
de ofrecer: su propia alma. La única manera de entender a Lacan es volverse
loco, o ser un cantamañanas profesional, aunque esto último no es muy
recomendable, casi es mejor estar loco, o pretender serlo, que para el caso es
lo mismo. Eso pensaba su hermano pequeño, un chico muy guapo con rizos rubios y
una extraña mirada melancólica, “mi hermano está loco, vaya plan, ahora todos
nuestros juegos estarán vigilados, y lo que es peor: sacarán conclusiones”.
Luego estaba la madre, la pobre madre que era capaz de
anticipar todo el futuro de infortunios de sus hijos pero no podía idear una
manera de ahorrárselos, o siquiera de hacérselos más llevaderos. Porque si el
joven poeta ve a Stalin en el fondo de un bote de azafrán, no hay dios ni demonio
que consigan hacérselo quitar de la cabeza. Sólo hay una pastilla que obra el
milagro, pero cuando tienen la receta, no ha llegado el pedido, y cuando ha
llegado el pedido, han perdido la receta, y así hasta el infinito. Los que no
tienen pastilla posible son los Guerrilleros de Cristo Rey, esos te cogen por
banda y te meten la Santísima Trinidad por donde mejor te quepa. Esa es una de
excusas para llegar a casa borracho o drogado a casa, “es para no sentir los
golpes, mamá”. Y la madre asiente porque ella misma está anestesiada, y también
necesita, como todos, un descanso de lo suyo.
Un día el joven poeta estaba solo en la casa familiar, una
casa atestada de libros en la que no todo eran primeras ediciones de poetas del
27, pero, ciertamente, lo parecían. Una casa que había interiorizado como
cárcel porque en ella había aprendido a callarse y cada vez que se acordaba de
esas cuatro paredes era como si una soga se le anudara al cuello.
El hermano pequeño disimulaba mejor y empezaba a darse cuenta
que eso de estar loco no tenía nada de divertido. De hecho, recordaba que la
única vez que su hermano había estado realmente gracioso en
toda su vida de loco fue un día en el que volviendo de nosequé exposición o
presentación de un libro, se encontraron al joven poeta, desnudo, en medio de
una estrella de David dibujada en el suelo con tiza.
La madre, horrorizada, le preguntó: “Pero, hijo mío, ¿qué
haces?”. A lo que él respondió, súbitamente cuerdo, “no lo ves, mamá, el ridículo”.