A la casa de tu pueblo, con
los ojos vendados, me llevaste, sin apenas preguntarme el nombre. Me diste
de comer matanza y yo imaginaba ríos de sangre bajo los azulejos. Después, mientras
golpeaba la madera de tu cuerpo, me susurraste al oído que no estábamos allí
para follar sino para ayuntar, como dos animales de cuadra que no tienen pasado
ni futuro.
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Muy bueno!
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